El escenario, que ella estrenaba, llegaba calculo yo desde la estación de Brenes al cruce de Las Cabezas. Y eso, sin exagerar. No he visto un escenario más grande en todos los días de mi vida. Hablo del auditorio de La Cartuja, que fue como el bando sonoro de la Expo en la Sevilla que acababa de derribar la tapia de la calle Torneo. Y siendo el escenario tan grande como era, y teniendo el auditorio aquella colina que la llamaban así porque quienes la construyeron tomarían por loco al que le pusiera el «no hay billetes», fue que llegó Rocío y lo llenó todo con su voz. La más grande era mayor aún que el escenario del auditorio. Midió su inmensidad con la vara de platino de la verdad de su voz.
Rocío, aquella noche en que inauguró el auditorio de La Cartuja, traía por dentro las duquelas negras, un catálogo de penas y quebrantos. Pero, hijo, fue salir al escenario inmenso y acabó con el cuadro. Hasta con el propio cuadro de sus penas. Estuvo estrictamente perfecta. Fue de La Niña de los Peines a Mahalia Jackson pasando por Chipiona, ay, qué no daría yo por empezar de nuevo, Rocío, a oírte a la vera del agua del río. Estuve allí. Le escribí una cosita al día siguiente, donde contaba esto, el arte que tenía, su oficio, qué tablas: más tablas que un aserradero de los bosques de Noruega. Y como andaba chunga de duquelas, aquel artículo sobre su éxito cartujano, sobre cómo había pintado palanganas color de coplas, le levantó el ánimo y le llegó al alma. Me llamó y me dijo:
—Mira, a mí esto que me has escrito, como me ha venido en un momento tan malo de mi vida, no se me va a olvidar nunca. Y ya verás cómo te lo voy a ir demostrando...
Lo cumplió. Por ésta. En la inauguración del auditorio a mí me tocó la lotería de la amistad de Rocío Jurado. Vinieron luego canciones que hicimos juntos, viajes a Los Ángeles para grabarlas, risas, Cádiz, Sevilla, Madrid, visitas a mi alfayate cuando enfermó, recuerdos de la común cosecha de años infantiles, la radio de cretona en nuestra memoria, más risas, con los anuncios de Corsetería La Modelo, de Casa Rubio, de Venta Maribal en Rota, de Norit el Borreguito. Mucho Norit el Borreguito, que Rocío la pobre me siguió cantando por teléfono hasta sus días finales. Llamaba a José para preguntar por ella, me respondía con un dolor, y me pedía luego:
—Te la voy a pasar, qué tú la pones a cantar lo de Norit el Borreguito y le levantas el ánimo mejor que una medicina...
Menos el anuncio de Norit el Borreguito, y porque no se lo propuso, Rocío lo cantó todo en el auditorio de La Cartuja. Noches de gloria de la Mohedano en «Azabache», tan guapa, con el pelo planchado, con un clavel rojo sangrando en la boca. Días de recitales inolvidables. Aquella noche de pañuelos blancos en que estrenó el pasodoble a su novio Ortega Cano: «Va por usted mi pasodoble,/va por usted, torero...» ¿Y la noche de la Saeta de Serrat? ¿Dónde me dejan a la Rocío del auditorio la noche que cantó la Saeta de Serrat? De Sevilla. De su corazón de creyente. Proyectaron una Cruz sobre el escenario y yo no he visto (desde aquel recuerdo del ayayayay macareno a la Esperanza de la coronación) una saeta mejor cantada en mi vida. Rocío no la olvidó nunca. Ya apagándose como una lamparilla, la última tarde que la visité en su casa de La Moraleja recordó aquella saeta. La evocó en la banda de la hermandad de Los Gitanos, tras el Señor de la Salud, entrando en La Campana con las claras del día. Me dijo, llena de Esperanza de terciopelo verde:
—Yo tengo que hablar con la hermandad de Los Gitanos porque esta Madrugada quiero que cuando entre el Cristo en La Campana y la banda esté tocando la Saeta de Serrat, yo se la vaya cantando desde el balcón de tu hermana Pilar.
Hoy, en La Cartuja, donde un día, montados en un trenecito turístico con las hermanas Reina y con sus cabales, la oí bordar lo de «pintor de loza, mi alma, pintor de loza», sonará seguro esa saeta. La cantará Rocío desde el auditorio que, ya con su nombre, es como un balcón que tiene alquilado en el cielo de Sevilla.